Primero fue un pasar y pasar de mariposas sobre la cresta chamuscada de los árboles. Algunas, en su fuga desesperada hacia regiones húmedas, se detuvieron sobre los techos resecos, sobre la hierba tostada; sobre la orina que algún animal había dejado en el suelo resquebrajado como un lunar, como una mancha, como una sombra de agua ficticia sobre la faz del agostado caserío.
Después,
fue el caer de unas cuantas monedas sobre las manos endurecidas de los braceros
y las desgranadoras, y el decir tranquilamente: “Se acabó el corte de caña”,
“Ya no hay maíz para desgranar”, que era como agitarle un pañuelo al pan; como
levantar una mano y moverla lentamente mirando en lontananza una alpargata
marinera; como estrechar en un fogoso abrazo de bienvenida a la bestia del
hambre. Era, sin duda, el último jornal, la última alegría muerta en mitad del
corazón.
Desde
la puerta, Nubarrón mira pasar las mariposas abanicando el aire caliente del
mediodía. Ha hundido el hocico sobre las patas; o mejor dicho, sobre una sola,
ya que la otra es apenas un pedazo, un muñón negruzco que le llega tan sólo a
la garganta. Las orejas de encarnadas peladuras rozando el suelo tibio, sin
oír. La nariz humedecida puesta sobre las pezuñas, sin oler, porque Nubarrón no
quiere escuchar, ni olfatear, sino pensar, meditar cómo será el verano ese año para
él, que es perro, y ahora con tres patas solamente.
Mira
el cielo desnudo, blanco, como un gran plato de peltre. Columbra el horizonte
dilatado, y luego va recogiendo pesadamente la mirada, hasta incrustarla en los
despojos de la huerta fenecida de sol, en donde ahora se suspenden los
esqueletos de las matas de maíz.
Nubarrón
medita, porque en otros veranos él fue un perro. No como el que hizo a Tina, ni
a Chencho; mucho menos como el que hizo a Chito, que ahora anda como los
lagartijos y como terrones furtivamente, sino distinto, porque todos los días
trajo al hogar el producto de su trabajo, com- pletico, sin faltarle un
pedacito siquiera. Pero entonces el bracero que quiso tumbar a Marcola, allí
entre la espesura de las macollas dulces, no le había pegado el filoso en la
pata cuando él salió a defenderla, y podía correr mil kilómetros detrás de un
animal y darle caza.
Y
traerlo después al hogar, y entonces quedarse allí, sobre la arena tibia,
adormilado, sepultado en un reposo infinito mientras el fuego cocía la olla que
habrían de compartir después. Pero ahora Nubarrón tiene tres patas solamente, y
por eso medita mirando el éxodo de las mariposas.
En
la mañana se fue Marcola. Nadie sabe adónde. Nubarrón tampoco lo sabe porque
ahora no la acompaña como antes. Pero seguramente que andará por ahí, abriendo
caminos, resucitando horizontes de pan. Tina, en cambio, se queda en casa; o
mejor dicho, en el río, en el bosque, en todas partes donde haya algo que no
tenga el hogar. Es tan pequeña, tan debilucha, tan insignificante, y sin
embargo, cuando dice: “Chito, no comas tierra que te hace daño”, “Chencho,
bájate de ahí que te puedes caer”, “Nubarrón, echa tus pulgas en el patio”,
resulta tan grande, tan imponente, tan maravillosa, que toda ella pareciera transformarse
en una gran flor blanca de cuyo fondo emerge una fuente inagotable de miel. Así
es Tina: un embrión de madrecita enclenque en la superficie, pero rozagante,
rolliza, e inmensurable por dentro.
¡Quién
sabe cuántas mariposas habrá visto pasar Nubarrón desde la huida de Marcola!
¡Cuántos rojos, azules, blancos, negros y amarillos habrá plasmado su
pensamiento en tan obstinado silencio! ¡Cuántos cadáveres polícromos habrán
quedado entre las grietas calcinadas, sobre la hierba tostada, entre las retinas
absortas de Nubarrón!
Por
la tarde llegó Marcola. Nadie sabe de dónde vino, pero hiede a sudor, a tierra,
a hombre. Transciende a sexo, o tal vez a hambre. Hay como una pequeña, o mejor
dicho, como una gran alegría en su regreso. Alegría desbordada en las frases
filiales, en la cola de Nubarrón; o en la risa desdentada de Chito, que abre
los brazos y masculla palabras mutiladas que seguramente significan mucho,
porque entonces sobre el cañizo va cayendo la leche tibia, clara, simple.
Marcola se ordeña como una vaca, como una pobre vaca vieja y flaca, porque
según ella “Chito no debe beber leche asoleada porque le da cagantina”. Y lo
dice así, como si no estuviera asoleada hasta el corazón de los huesos, hasta
el centro del alma. Y mientras Chito exprime los pezones sin sol, ella va
mascándose sus granos mohosos, chatos, agujerados, caídos allí como una
defecación del verano, o de los que dijeron tranquilamente: “Se acabó el corte
de caña”, “Ya no hay maíz para desgranar”.
Antes,
Nubarrón acompañaba a Chencho. En la pulpería se extasiaba contemplando los
bultos de papelón. Pensaba: “A Centella y Diablo le dan papelón para que sean
más bravos. Por eso todos les tienen miedo. ¿Para qué voy a ser bravo si no
tengo qué cuidar? Mejor me quedo manso”. Volvía. a mirar los papelones
regordetes, olorosos a buena caña, y pensaba convencido; “Menos mal que a mí no
me gusta el papelón”.
A
veces el hombre miraba a Nubarrón, y asomando una sonrisa de chimó, decía: “Ese
bicho se está muriendo, ya lo que le queda es el carapacho”. Chencho le pasaba
entonces las manos por las orejas y respondía con rabia triste: “Él está así
porque come cucarachas, y eso pone flacos a los perros”. A Nubarrón le daba
náuseas aquella respuesta. ¡Qué asco, él comiendo cucarachas! Pero reía, con su
ancha risa de hambre, y aceptaba satisfecho las palabras, restregándose
cariñoso contra las manos cariñosas de Chencho. Cuando el pequeño mentiroso
pedía una latica de sardinas, Nubarrón pensaba: “Cómo me gustaría que Chencho
comprendiera que para mí es mejor lamerle el fondo a las laticas cuadradas. Él
las compra redondas y me cuesta tanto trabajo llegar hasta lo último. Además, a
medida que me empeño en lograrlo se van poniendo amargas, rancias, con un sabor
a hierro viejo.” Pero es posible que Chencho nunca haya podido explicarle a
Nubarrón que los potecitos redondos traían una sardinita más, plateada,
brillante y larguita como para dividirla en cinco rueditas doradas, que más
tarde entrarían en los labios como saladas sortijitas de luna.
Pero
ahora Nubarrón no va a la pulpería. No quiere mirar aquellos papelones
regordetes y olorosos a buena caña, y tener que oír las palabras del hombre y
las mentiras de Chencho. Lo único que desea es pensar, meditar largamente,
ahora que tiene tres patas solamente, y que las mariposas se van quemando los
élitros al tropezar los esqueletos de las matas de maíz.
Cuando
Chencho va a la pulpería, Marcola le recomiendo encarecidamente: “Que le ponga
unos granitos más al medio kilo”. El hombre pregunta: “¿De los buenos, o de los
otros?” Y Chencho responde, maquinalmente: “De los otros”. El hombre vacía los
granos y azorados animalitos se resbalan escalando el metal. Mira una aguja
mohosa que se mueve. Chencho también la mira, pero no sabe para qué sirve. El
hombre sí sabe, y por eso dice: “Medio kilo bien completo”. Luego cuenta: “Uno,
dos, tres, cuatro, todo eso va de más”. Del regalo se ahuyentan nerviosos
animales que se resbalan escalando el metal.
El
hombre se hace pequeño, tan pequeño como Chencho, y le dice en los ojos: “Dile
a tu mamá que me espere esta noche”, poniéndole entre las manos un camburcito
que parece un dedo más entre su mano. Él sonríe, con los ojos iluminados por un
gran sol de alegría, y más tarde lo repite sin malicia. Ella lo escucha sin
emoción, sin amor, sin deseo, pero en el fondo calcula que ello puede
significar unos granos más. No piensa, sin embargo, que tal vez otro año ella
dirá con derecho: “Que me le ponga un montón de granos al medio kilo”, y que
seguramente el hombre contará seis granos, o tal vez le dirá en las narices a
Chencho, evaporado: “Por qué voy a ser yo quien ponga más granos? ¿Y los otros?
¡No, y mil veces no!” Y Chencho ya no tendría más un camburcito como un dedo
más entre sus manos. Ni sus ojos se iluminarían como un gran sol de alegría.
La
noche ya cayendo mansamente. La brisa es ahora como el aliento de un recién
nacido. Todo el fuego anterior ha ido quedando como una costra más sobre los
tallos y las hojas. Ahora que un halo fresco penetra el olfato y lleva el
pensamiento una agradable sensación de alivio, Nubarrón entonces piensa en el
amor. Ya no mira las cabuyas de acero que se han ido esfumando entre las
sombras, dejando entre su inmensa boca la única existencia de agua, pasto y
animales pequeños, y como dos barreras, los ojos vigilantes de Diablo y de
Centella. Ahora, solamente Negra entra al recuerdo como una silueta descarnada.
La mira llena de peladuras, con las orejas tupidas de rabiosas garrapatas y el
andar vacilante sobre las grietas calcinadas. La recuerda ultrajada, martirizada
en el sexo con ají bravo para que el celo no trajera bocas que no debían
existir, y sin embargo, allí está, con las tetas hundidas entre las bocas
desaforadas, dando sangre, vida, alma, por aquellos pezones exprimidos mil
veces, pero sin renegar de su amor incontenido, audaz, sublime.
Y
ahora que Marcola le alarga las manos olorosas a pan. Y ahora que Chencho y
Tina le soban las ardorosas peladuras al paso de la noche. Y ahora que
Chito le mete un mendrugo entre los labios, siente que está lleno de amor hasta
el mismo centro de los huesos. Tiene un mundo de amor entre su pecho, y sabe
que donde hay amor existe una llama de vida que no se apaga nunca, que no
sucumbe ante las vicisitudes del destino, sino que por el contrario pareciera
alimentarse de adversidad para surgir altiva, ardiente, insuflada de fe, aunque
esa fe no tenga jamás un horizonte definido. Por eso ya no piensa en que tiene
tres patas solamente, sino en que su semilla está recibiendo vida en los
pezones de Negra, en una actitud de abnegada continuación del ser. Y que tal
vez no serán sus hijos, ni los hijos de sus hijos, pero un día llegará en que
la especie multiplicada se alzará del barro impelida por un arrebato
incontenido, sediento de justicia, y en una jauría desenfrenada socavará los
troncos, mascará enardecida las cabuyas de acero y las vísceras de la semilla
de Diablo y Centella para rescatar lo suyo.
Nubarrón
lo piensa así, con los ojos chispeantes, ahora que la noche se desgaja en
luceros y la brisa llena de frescura la soledad del caserío. “Sí, el día
llegará”. “Será un gran amanecer”, se repite, y en sus ojos se va echando el
sueño como un soplo liviano. La noche es ahora más profunda, como el
pensamiento, o el sueño de Nubarrón.
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