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lunes, 23 de octubre de 2023

Nubarrón de Rafael Zárraga (Cuento)

Primero fue un pasar y pasar de mariposas sobre la cresta chamuscada de los árboles. Algunas, en su fuga desesperada hacia regiones húmedas, se detuvieron sobre los techos resecos, sobre la hierba tostada; sobre la orina que algún animal había dejado en el suelo resquebrajado como un lunar, como una mancha, como una sombra de agua ficticia sobre la faz del agostado caserío.

Después, fue el caer de unas cuantas monedas sobre las manos endurecidas de los braceros y las desgranadoras, y el decir tranquilamente: “Se acabó el corte de caña”, “Ya no hay maíz para desgranar”, que era como agitarle un pañuelo al pan; como levantar una mano y moverla lentamente mirando en lontananza una alpargata marinera; como estrechar en un fogoso abrazo de bienvenida a la bestia del hambre. Era, sin duda, el último jornal, la última alegría muerta en mitad del corazón.

Desde la puerta, Nubarrón mira pasar las mariposas abanicando el aire caliente del mediodía. Ha hundido el hocico sobre las patas; o mejor dicho, sobre una sola, ya que la otra es apenas un pedazo, un muñón negruzco que le llega tan sólo a la garganta. Las orejas de encarnadas peladuras rozando el suelo tibio, sin oír. La nariz humedecida puesta sobre las pezuñas, sin oler, porque Nubarrón no quiere escuchar, ni olfatear, sino pensar, meditar cómo será el verano ese año para él, que es perro, y ahora con tres patas solamente.

Mira el cielo desnudo, blanco, como un gran plato de peltre. Columbra el horizonte dilatado, y luego va recogiendo pesadamente la mirada, hasta incrustarla en los despojos de la huerta fenecida de sol, en donde ahora se suspenden los esqueletos de las matas de maíz.

Nubarrón medita, porque en otros veranos él fue un perro. No como el que hizo a Tina, ni a Chencho; mucho menos como el que hizo a Chito, que ahora anda como los lagartijos y como terrones furtivamente, sino distinto, porque todos los días trajo al hogar el producto de su trabajo, com- pletico, sin faltarle un pedacito siquiera. Pero entonces el bracero que quiso tumbar a Marcola, allí entre la espesura de las macollas dulces, no le había pegado el filoso en la pata cuando él salió a defenderla, y podía correr mil kilómetros detrás de un animal y darle caza.

Y traerlo después al hogar, y entonces quedarse allí, sobre la arena tibia, adormilado, sepultado en un reposo infinito mientras el fuego cocía la olla que habrían de compartir después. Pero ahora Nubarrón tiene tres patas solamente, y por eso medita mirando el éxodo de las mariposas.

En la mañana se fue Marcola. Nadie sabe adónde. Nubarrón tampoco lo sabe porque ahora no la acompaña como antes. Pero seguramente que andará por ahí, abriendo caminos, resucitando horizontes de pan. Tina, en cambio, se queda en casa; o mejor dicho, en el río, en el bosque, en todas partes donde haya algo que no tenga el hogar. Es tan pequeña, tan debilucha, tan insignificante, y sin embargo, cuando dice: “Chito, no comas tierra que te hace daño”, “Chencho, bájate de ahí que te puedes caer”, “Nubarrón, echa tus pulgas en el patio”, resulta tan grande, tan imponente, tan maravillosa, que toda ella pareciera transformarse en una gran flor blanca de cuyo fondo emerge una fuente inagotable de miel. Así es Tina: un embrión de madrecita enclenque en la superficie, pero rozagante, rolliza, e inmensurable por dentro.

¡Quién sabe cuántas mariposas habrá visto pasar Nubarrón desde la huida de Marcola! ¡Cuántos rojos, azules, blancos, negros y amarillos habrá plasmado su pensamiento en tan obstinado silencio! ¡Cuántos cadáveres polícromos habrán quedado entre las grietas calcinadas, sobre la hierba tostada, entre las retinas absortas de Nubarrón!

Por la tarde llegó Marcola. Nadie sabe de dónde vino, pero hiede a sudor, a tierra, a hombre. Transciende a sexo, o tal vez a hambre. Hay como una pequeña, o mejor dicho, como una gran alegría en su regreso. Alegría desbordada en las frases filiales, en la cola de Nubarrón; o en la risa desdentada de Chito, que abre los brazos y masculla palabras mutiladas que seguramente significan mucho, porque entonces sobre el cañizo va cayendo la leche tibia, clara, simple. Marcola se ordeña como una vaca, como una pobre vaca vieja y flaca, porque según ella “Chito no debe beber leche asoleada porque le da cagantina”. Y lo dice así, como si no estuviera asoleada hasta el corazón de los huesos, hasta el centro del alma. Y mientras Chito exprime los pezones sin sol, ella va mascándose sus granos mohosos, chatos, agujerados, caídos allí como una defecación del verano, o de los que dijeron tranquilamente: “Se acabó el corte de caña”, “Ya no hay maíz para desgranar”.

Antes, Nubarrón acompañaba a Chencho. En la pulpería se extasiaba contemplando los bultos de papelón. Pensaba: “A Centella y Diablo le dan papelón para que sean más bravos. Por eso todos les tienen miedo. ¿Para qué voy a ser bravo si no tengo qué cuidar? Mejor me quedo manso”. Volvía. a mirar los papelones regordetes, olorosos a buena caña, y pensaba convencido; “Menos mal que a mí no me gusta el papelón”.

A veces el hombre miraba a Nubarrón, y asomando una sonrisa de chimó, decía: “Ese bicho se está muriendo, ya lo que le queda es el carapacho”. Chencho le pasaba entonces las manos por las orejas y respondía con rabia triste: “Él está así porque come cucarachas, y eso pone flacos a los perros”. A Nubarrón le daba náuseas aquella respuesta. ¡Qué asco, él comiendo cucarachas! Pero reía, con su ancha risa de hambre, y aceptaba satisfecho las palabras, restregándose cariñoso contra las manos cariñosas de Chencho. Cuando el pequeño mentiroso pedía una latica de sardinas, Nubarrón pensaba: “Cómo me gustaría que Chencho comprendiera que para mí es mejor lamerle el fondo a las laticas cuadradas. Él las compra redondas y me cuesta tanto trabajo llegar hasta lo último. Además, a medida que me empeño en lograrlo se van poniendo amargas, rancias, con un sabor a hierro viejo.” Pero es posible que Chencho nunca haya podido explicarle a Nubarrón que los potecitos redondos traían una sardinita más, plateada, brillante y larguita como para dividirla en cinco rueditas doradas, que más tarde entrarían en los labios como saladas sortijitas de luna.

Pero ahora Nubarrón no va a la pulpería. No quiere mirar aquellos papelones regordetes y olorosos a buena caña, y tener que oír las palabras del hombre y las mentiras de Chencho. Lo único que desea es pensar, meditar largamente, ahora que tiene tres patas solamente, y que las mariposas se van quemando los élitros al tropezar los esqueletos de las matas de maíz.

Cuando Chencho va a la pulpería, Marcola le recomiendo encarecidamente: “Que le ponga unos granitos más al medio kilo”. El hombre pregunta: “¿De los buenos, o de los otros?” Y Chencho responde, maquinalmente: “De los otros”. El hombre vacía los granos y azorados animalitos se resbalan escalando el metal. Mira una aguja mohosa que se mueve. Chencho también la mira, pero no sabe para qué sirve. El hombre sí sabe, y por eso dice: “Medio kilo bien completo”. Luego cuenta: “Uno, dos, tres, cuatro, todo eso va de más”. Del regalo se ahuyentan nerviosos animales que se resbalan escalando el metal.

El hombre se hace pequeño, tan pequeño como Chencho, y le dice en los ojos: “Dile a tu mamá que me espere esta noche”, poniéndole entre las manos un camburcito que parece un dedo más entre su mano. Él sonríe, con los ojos iluminados por un gran sol de alegría, y más tarde lo repite sin malicia. Ella lo escucha sin emoción, sin amor, sin deseo, pero en el fondo calcula que ello puede significar unos granos más. No piensa, sin embargo, que tal vez otro año ella dirá con derecho: “Que me le ponga un montón de granos al medio kilo”, y que seguramente el hombre contará seis granos, o tal vez le dirá en las narices a Chencho, evaporado: “Por qué voy a ser yo quien ponga más granos? ¿Y los otros? ¡No, y mil veces no!” Y Chencho ya no tendría más un camburcito como un dedo más entre sus manos. Ni sus ojos se iluminarían como un gran sol de alegría.

La noche ya cayendo mansamente. La brisa es ahora como el aliento de un recién nacido. Todo el fuego anterior ha ido quedando como una costra más sobre los tallos y las hojas. Ahora que un halo fresco penetra el olfato y lleva el pensamiento una agradable sensación de alivio, Nubarrón entonces piensa en el amor. Ya no mira las cabuyas de acero que se han ido esfumando entre las sombras, dejando entre su inmensa boca la única existencia de agua, pasto y animales pequeños, y como dos barreras, los ojos vigilantes de Diablo y de Centella. Ahora, solamente Negra entra al recuerdo como una silueta descarnada. La mira llena de peladuras, con las orejas tupidas de rabiosas garrapatas y el andar vacilante sobre las grietas calcinadas. La recuerda ultrajada, martirizada en el sexo con ají bravo para que el celo no trajera bocas que no debían existir, y sin embargo, allí está, con las tetas hundidas entre las bocas desaforadas, dando sangre, vida, alma, por aquellos pezones exprimidos mil veces, pero sin renegar de su amor incontenido, audaz, sublime.

Y ahora que Marcola le alarga las manos olorosas a pan. Y ahora que Chencho y Tina le soban las ardorosas peladuras al paso de la noche.  Y ahora que Chito le mete un mendrugo entre los labios, siente que está lleno de amor hasta el mismo centro de los huesos. Tiene un mundo de amor entre su pecho, y sabe que donde hay amor existe una llama de vida que no se apaga nunca, que no sucumbe ante las vicisitudes del destino, sino que por el contrario pareciera alimentarse de adversidad para surgir altiva, ardiente, insuflada de fe, aunque esa fe no tenga jamás un horizonte definido. Por eso ya no piensa en que tiene tres patas solamente, sino en que su semilla está recibiendo vida en los pezones de Negra, en una actitud de abnegada continuación del ser. Y que tal vez no serán sus hijos, ni los hijos de sus hijos, pero un día llegará en que la especie multiplicada se alzará del barro impelida por un arrebato incontenido, sediento de justicia, y en una jauría desenfrenada socavará los troncos, mascará enardecida las cabuyas de acero y las vísceras de la semilla de Diablo y Centella para rescatar lo suyo.

Nubarrón lo piensa así, con los ojos chispeantes, ahora que la noche se desgaja en luceros y la brisa llena de frescura la soledad del caserío. “Sí, el día llegará”. “Será un gran amanecer”, se repite, y en sus ojos se va echando el sueño como un soplo liviano. La noche es ahora más profunda, como el pensamiento, o el sueño de Nubarrón.


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