Su
apodo era una de esas palabras que se oyen en cualquier parte como una
modulación insignificante, pero que sin embargo se distinguen de las demás y
sellan una identidad para siempre. Hasta su misma persona: callado, generoso,
presto a servir en todo momento y manso y obediente como un buey. Y hasta su
apariencia: retaco, ojeroso macilento no dejaba dudas de su insignificancia,
ratificada aún más aquel hablar pausado, reticente, que a veces caía en lo
incoherente.
Pero
desde el día en que alguien anunció su muerte, su sobrenombre se alojó en el
pensamiento y en los labios, ya no como lo que había sido en su insignificante
vida sino como algo completamente diferente e importante: ahora era un ánima
piadosa capaz de realizar los más sorprendentes milagros. Y esto fue como darle
una patada en el culo a San Ramón en los trances de alumbramiento o al mismísimo
San Antonio en eso de conseguirles hombre a las mujeres. Hasta aquí había la
exclusividad cabronil de este santo, pues ahora tendría que deponer su
prestigio de alcahuete ante el ánima de Juantopocho hacía el milagro más rápido
y a menor precio. Y ni la virgen del Carmen, ni la Coromoto, ni la Del Valle,
ni La Chinita, ni siquiera el mismo Dios tenían ya que buscar en aquellos
caseríos donde la fama ánima nueva iba extendiéndose al tiempo que hacía
calificar a los otros como “simples ganadores de velas con curaciones fáciles”
y relegando sus imágenes a vivir en oscuros rincones entre ratas y cucarachas.
Y no había ya cruz de pato ni altar de rincón en donde no alzara su lama una
vela para el ánima revolucionaria que se había atrevido a oscurecer al mismísimo
Dios y que ahora, como un ventarrón de bondad iba surcando cerros y hondonadas,
repartiendo aquí y allá con igual asombro la magnitud de sus milagros.
Dicen
que primero comenzó haciendo pequeños milagros, algo así como un ensayo de lo
que realizaría después. Alguien aseguraba por sus canas que los primeros
arriesgones de Juantopocho en el arte de hacer milagros fueron estos: curación
de peste aviar, alejamiento de plagas en sembrados y cicatrización de mataduras
y gusaneras del ganado y de las bestias de carga. Sobre esto último se decía,
casi en juramento, que con sólo exclamar: “Ánima de Juantopocho, que se muera
el gusano” los bichos comenzaban a saltar de las gusaneras cayendo al suelo
tiesos de muerte. Y que ya vacía la herida de tan asquerosos animales, se
invocaba de nuevo: «Ánima de Juantopocho, que se cierre la peladura” y este
otro día la herida amanecía completamente sana, sin dejar siquiera el rastro de
una cicatriz. Una tarde alguien aseveró, besándose los dedos en cruz: «La
mujercita no podía vale, porque la criatura y que venía de nalgas asigún me lo
había asegurao la comadrona. Y yo pídele que pídele a San Ramón, que préndele
velas de las más grandotas, y él hecho el pendejo, naíta que me ayudaba a la
compañera a salí del trance de pari. Jue entonces cuando me arrecordé que un
compadre mío me había mencionao a Juantopocho, y metiendo al San Ramón en un
saco pal zipote junto con los cabos de vela que me había robao.
Entonces
le prendí en la repisita del cuarto una vela bien grandota al ánima y en los
cuatro rincones le regué un cuartico de meladura bien cargaíta e´caña, que es
como le gusta al dijunto. Pues mire, vale, pa que vea: ponele la devoción y
parime la mujercita jueron dos cosas iguales”. Esa mañana otro dicho había
dicho en la pulpería: “Era mucho el rial que me habían quitao dotores y
culandreros y la mano me seguía engurruñá. Hasta que me dejé de zoquetadas y le
hice un pedimento a Juantopocho, Güeno, le prendí seis velas, de un solo
carajazo y le rocié en un rincón una totuma e´lavagallo. Pues mire: ¿pa qué le
cuento? ya puedo agarrá el machete y jugá mis partiítas de bolas”
Muchas
cosas se han dicho, entre éstas que a Juantopocho no le gustaba que le rezaran,
pues a pesar de haber sido tan ignorante en vida nunca fue amigo de curas mi de
rezanderos mi creyó nunca en lo que éstos decían, Tal vez esta circunstancia
fue aprovechada por los defensores de la religión para echar pestes sobre el
ánima, asegurando en destemplados sermones que sólo la ignorancia crasa de
aquellos montaraces los impulsaba a creer en el mito de Juantopocho. Y no faltó
el político religioso que en verborreas electoreras, y con ánimos de ganarse
los votos, dijera: “Juantopocho sí existe compañeros.
Existe
y es milagroso. Pero «es un ánima comunista que arrastrará al infierno a todos
los que creen en él». Pero el bueno de Juantopocho estaba ya muy dentro de
aquellas almas y todos los improperios lanzados contra su ánima, lejos de
provocar desconcierto, lo que hacía más bien era aumentar la fe, al punto de que
ya no le ofrecían dádivas ni le daban limosnas a ningún clérigo pedigúeño,
gastando sus pequeñas monedas en velas y caña blanca para el buenote de
Juantopocho. Estas acciones habían encendido de resquemor el pecho clerical,
que atizado día a día por el desdén de las gentes ya rayaba en un paroxismo
peligroso. Se promovieron conciliábulos de eruditos teólogos. Se consultó al
cónclave. Se pidió audiencia papal y finalmente se llegó a la conclusión de que
en todo caso sería más beneficioso canonizarlo que tratar de borrarlo a juro
del panorama religioso.
En
la quebrada había dicho una negrota de tupido moño y espaldas de caletero: “El
grandísimo perro se había buscao otra jembra, y entonces le pedí al ánima que
me lo degolviera. Cuatro de las de comunión le prendí en la pata de un taparo,
y le regué por los laos media botella de penca barquisimetana, pues asigún
dicen, sino se lo riegan así no hace el milagro ni que le rieguen un barril.
¿Pues, y pa’ qué le cuento?: ¡allá está el condenao, más mansito que cuando se
jue!”,
Pero
el ánima de Juantopocho ya no es sólo invocada para el mal de amor, hechizos,
mojanazos, maldeojos, duendes postizos, suertes torcidas, trancaderas, pava
macha, mabita, y toda esa sarta de enfermedades o adversidades llamadas
postizas. No, ¡qué va! Estas cosas son para él como mango bajito y por lo tanto
su nombre ha pasado ahora a los patios de bola, galleras, bateas, bolón. En las
ruletas, mesas de dado y de baraja, su nombre es tan conocido como la moneda
con que hacen las apuestas. Su ánima se ha convertido en la protectora de los
jugadores de oficio, quienes la llevan a flor de labios como un amuleto para
sus paradas. Lo invocan con fe ciega, porque siendo un ánima divorciada de
funerales, velorios, oraciones, misas y todo ese fardo de ceremonias, a que son
tan aficionados los otros santos, libra de esta manera a los jugadores de tener
que asistir a esos rituales tan fastidiosos. Y además porque ellos saben que
Juantopocho se conforma simplemente con que le rieguen en cualquier parte su botella
de cañandonga y le prendan sus velas, siempre que esto sea hecho de todo
corazón.
También
se ha dicho —y esto lo aseguran los entendidos en materia de ánimas y
aparecidos— que Juantopocho no está en el cielo como la mayoría de las almas
buenas, sino en un lugar más lejos, y que esto se debió a una conspiración por
parte de las autoridades celestales, quienes llenos de envidia por los modernos
sistemas de curación utilizados por Juantopocho lo habían descielado,
confinándolo a una nube inflotante como si fuese un vulgar esbirro o un
consumado conspirador.
Pero
hay quienes aseguran, que esa dictadura celestial, en donde Pedro, Pablo, Juan,
Miguel y otros, capitaneados por el JEFE MAXIMO, han constituido un aparato
represivo que viola todos los derechos celestiales y comete como toda dictadura
los más viles atropellos, lo que ha hecho es acrecentar la fe en Juantopocho.
Por eso en patios de bolas, galleras y ruletas se escucha una voz común que
asegura que ánimas como la de Juantopocho son las que deberían gobernar el
cielo, porque desde que nacen, en el transcurso de la vida y más allá de la
muerte llevan implícito en el ser la libertad absoluta del hombre. Eso dicen
los más avispados.
Los
que han leído algunos libros y periódicos y conocen los nombres de quienes
pisotean el derecho de los demás. Los otros, los más sencillos, piensan que
sólo Juantopocho podría dar un mejor trato a las ánimas patas en el cielo,
permitiéndoles alguna comodidad, como la que tienen los ricos, pero al menos no
los amontonaría unos arriba de otros en el purgatorio y el paso a la gloria
sería por méritos ganados y o por influencias. En las taguaras, mientras el
palo de cocuy alegra el espíritu, algunos han dicho que sólo Juantopocho sería
capaz de permitir que se entre al aposento de las once mil vírgenes para
planear con ellas una gozadera, no como acto inmoral sino como una razón lógica
de aprovechar lo inútil. Todo esto lo dicen jurando por sus dedos y se
enardecen de solo pensar que el ánima de Juantopocho está sola en su nube
inflotante, descielada y sin esperanzas inmediatas de regresar.
Pero
los consuela pensar, que un día, al morir cualesquiera de ellos, seguramente
irán al cielo y esta será la magnífica oportunidad para hacer la gran
revolución celestial. Hay quienes aseguran que los cabecillas de la dictadura
serán llevados al paredón para que paguen tanto crimen cometido y luego darle
el poder absoluto a Juantopocho. Otros dicen que lo mejor sería hacer
elecciones democráticas, poniéndole un contrincante conservador a Juantopocho.
Y hasta hay quienes opinan que lo mejor sería ponerle una corona y nombrarlo
rey. Pero en lo que todos están de acuerdo es que habrá que hacer una purga
total de Serafines, Arcángeles, Ángeles, y todos los demás que integran el
ejército celestial, con el fin de evitar los clásicos madrugones militares. Se
ha dicho, asimismo, que los conspiradores y eternos gorilas que odian más las
urnas electorales que aquella donde van a ser enterrados, sean enviados al
infierno, y no al paraíso, como se acostumbra en algunos países de la tierra.
Así
salta la voz sencilla e ingenua y se bifurca y extiendo por los patíos
soleados. Y entra en las galleras y pasa sobre las mesas de juego. Y en los
techos de zinc y de paja y camina sobre el agua quieta de los caños y vuela por
los cerros y se precipita sobre las hondonadas multiplicándose mil veces en los
labios, hecha fe y devoción allá en el fondo de la almas humildes. Mas ahora,
su nombre ya no está solamente en los labios de los necesitados de ayuda ni en
los lugares de juego, sino que de pronto se ha convertido en el espíritu hecho
resolución y valentía en el ánimo de los cobardes. «En el paño de lágrimas”
como ellos dicen. Y Gerardo Chaparro, a quien apodan “El Pataruco”, confirma su
fe al contar lo sucedido el día que se topó con Toribio Auslar, alias el “Cua
tronarices”, hombre guapo y peligroso, que era el terror de veinte caseríos.
“Yo
venía por el camino de Vijagual —cuenta Gerardo Chaparro— cuando el
hombre se tiró del burro y me dijo: Aquí es donde vamos a arreglar la
vaina que tenemos pendiente. Yo permanecí montao en mi rucio con un temblor
en las canillas y un frío que me llegaba hasta las partes ocultas. Con el
brillo de la luna yo miraba el liniero que traía bajo la enjalma, ¡empalmaíto!
vale. Y yo lo único que cargaba bajo el apero era un toconcito con el que
andaba arrancando unas yuquitas. Y el carrizo que me güelve a preguntá,
vale: ¡Güeno, Pataruco!, ¿y es que te y quedá montao en ese piazo
burro? Vale, y yo sacando bríos de no sé aonde, digo: ¡ánima
e´Juantopocho, sácame con bien! Pues mire, mano, en diciendo esto el
endividuo se quedó como electrizao, momento que yo aproveché pa´acuñale un
mamonazo en toíta la pata ela oreja. No espero el otro, vale, y se jue en
volancia e carrera camino abajo a to pulmón: ¡Es él!… ¡es él!… ¡fue él
quien me pegó!… ¡lo vi con mis propios ojos!
Esto
lo ha contado Gerardo Chaparro en muchas ocasiones, no por vanagloriarse de
haber vencido a un hombre, que era el azote de los demás en tantos casería,
sino porque su cobardía se había visto fortalecida de pronto por el ánima de
Juantopocho, que ahora estaba más adentro de su corazón, en lo más recóndito de
su alma y en la de quienes oían extasiados el suceso. Y porque ahora ya podrían
estar tranquilos en los velorios, bailes, galera, bolones y todos aquellos
sitios frecuentados por los guapos.
Pero
en la tarde de este domingo abrileño ha sucedido algo verdaderamente aterrador
en el caserío Guayurebo, lugar de nacimiento de Juantopocho y en cuyos caminos
se levantan miles de santuarios a su memoria. Algo sorprendente sucedió cuando
un anciano que venía por el camino preguntó a un muchacho que iba montado en un
burro: «¿Cómo te llamas?» “Valerio ¿y usted?» “Juantopocho» —dijo el viejo y
sonrió levemente. El chaparro cayó violento sobre el anca y el viejo tuvo que
apartarse cuando el asno se impulsó para coger carrera de regreso. Entrando al
pueblo, los alaridos de terror del muchacho sobresaltaron la paz dominguera:
¡Ju… Ju…. Juan… to… to… pocho… vie… vie… ne… por… el ca… ca… mino. Yo… yo… lo…
encon… con… tré… ahorita» y tirándose de la cabalgadura fue a meterse
bajo el catre, hecho temblor y llanto. Las gentes temerosas comenzaron a
trancar las puertas y pegando los ojos en las ranuras y en los hoyos de los
bahareques permanecieron inmóviles, esperando la llegada del extraño visitante.
En
las primeras casas del poblado el miedo estremeció los cuerpos cuando el viejo
gritó emocionado “¡Pueblo mío, te saludo!” y adentro los labios temblando:
«¡Ave María Purísima sin pecado mortal concebida!” y otros: “¡Santísima
Trinidad bendita!” y con ojos desorbitados y palabras incoherentes al paso del
viejo otros musitaban: «Debe ser que viene a buscar alguna promesa que quién
sabe qué desgraciado no le pagó”. Y en otra casa: «Debe ser que anda recogiendo
sus pasos para volver al cielo”. Y desde otra rendija un montón de ojos
observando: “¡No puede ser él!…. ¡No puede ser él! ¡Esto es cosa del mismo
Diablo! ¡Ave María Purísima!” Y el que avanzaba: “¿Qué se hizo la gente de
aquí? ¿Todos como que se murieron?” Y deteniéndose frente a una casa casi en
ruinas: “¡Adiós comadre Anastasia, aquí está su compadre que viene a
saludarla!” Y adentro la centenaria, temblequeando los labios: San Ma… Ma…
Marcos del Lionnnn!” Y el que continuaba el paso: «¿Aquí como que legó la
económica?¿Qué se hizo la gente de aquí?” —y miraba impaciente a un lado y al
otro.
Pero
todo era silencio. Todo suspenso y expectación. Todo temblor y palidez porque
hasta los animales se habían callado y permanecían echados, con las plumas y
los pelos erizados y en las ramas los pájaros se habían quedado inmóviles. Sin
embargo, había allí un hombre, ¡un solo hombre!, dispuesto a recibir al extraño
visitante. Se iba a jugar el todo por el todo, porque si en verdad aquel que
llegaba era el auténtico Juantopocho, tendría que responderle por aquel
toconazo en la oreja, cuya marca física y moral llevaba desde hacía años como
una obsesión que no lo dejaba vivir en paz.
Por
eso en ese momento estaba dispuesto a salir y a esperarlo en medio de la única
calle del poblado; espíritu o materia lo mismo daba. Lo esperaría allí como el
macho que había sido siempre antes de recibir aquel tremendo toconazo que tanto
daño moral le había causado porque ya cualquier pendejo lo padroteaba. Y ni
siquiera escuchó la voz suplicante de la anciana madre ni la palabra
autoritaria de la esposa ni el desesperado llanto de los hijos y machete en
mano abrió la puerta con violencia y en dos trancos ganó el centro de la calle.
A la cuadra el anciano comenzó a mover
los brazos como saludando y avanzó bamboleándose sobre el bastón. Un viento
fuerte comenzó a soplar sacudiendo la inmensa barba y la hermosa cabellera que
se deshilachaba sobre la curva de los hombros. Un frío intenso había empezado a
bajar por las piernas del hombre que esperaba y a medida que el visitante se
acercaba un castañetear de dientes había comenzado a herirle los labios y la
lengua.
«¿Qué
sucedió aquí? ¿Acaso se murió toda la gente? ¿Usted como que es el único que
quedó para echar el cuento?” Pero el guapo no le respondía y de su rostro
jipato habían comenzado a manar espesos goterones. «Aquí pasó algo serio
¿verdad? Usted parece enfermo”. Y el hombre con la mirada clavada sobre el
suelo sentía como si el machete se le deslizara de la mano. «Pero hable, amigo,
¿qué le pasa?” Y Toribio Auslar, con voz desfallecida, preguntó: “Us… ted es…
Jun… Juan… to… pocho?” “Sí, el mismo que viste y calza” Y los ojos del viejo se
alegraron. “¿El ánima?”» ¡El ánima! ¡Qué ánima del cipote! ¿Usted como que está
loco? ¡No me joda, ochenta años sin venir a mi tierra y ahora que vengo me
encuentro con que aquí no vive nadie! ¡Malaya sea el guaro! ¡Mejor me hubiera
quedado allá lejos donde vivía! ¿Para qué he andado tantas leguas? ¡Pa’ un
carajo!” “¿Entonces usted, usted no es?” “¿No soy qué, vale?» “Nada —y Toribio
Auslar acercó la cabeza al viejo— ¿usted ve esta marca que tengo aquí detrás de
la oreja?” «¡Coñastre, por la seña parece un toconazo!” “Si, un toconazo es,
¡como éste, grandísimo carajo!» —y el lomo del machete retumbó en las costillas
del viejo que cayó patas arriba dando alaridos. Tambaleándose trató de
levantarse presto a la fuga no sin antes recibir otro par de planazos en la
punta del trasero. Calle abajo gritaba llorando: «¡No me quieren! ¡Me odian!
¡Todos me odian en este maldito pueblo! ¡Malaya sea la hora en que pensé venir
a morirme aquí! ¡Apártense, malditos!» —gritaba a los perros que iban detrás
ladrándole.
Y
de las casas comenzaron a salir las gentes con anchos ojos y pasos vacilantes.
Las oraciones ya olvidadas y los nombres de santos archivados por culpa de
Juantopocho se seguían pronunciando atropelladamente porque la conmoción y el
asombro aún no habían pasado. La única sonrisa que había sobre el poblado era
la de Toribio Auslar quien respondía preguntas en medio del enorme grupo que se
había formado a su alrededor y al responder se sentía más grande y más hombre
que los demás, quienes no habían hecho otra cosa que esconderse cuando llegó la
aparición. Dice esto y aquello con aires de galán entre las mujeres y al hablar
con los hombres no oculta una cierta sonrisita irónica con la que parece
decirles a los otros: “¡Gallinas, no son más que gallinas!”
Pero
la gente no le cree, porque aquel que a duras penas corre por el camino
perseguido por una perramentazón y una parvada de muchachos rechiflando a sus
espaldas no puede ser el Juantopocho que está metido en sus corazones: “¡No,
vale, Juantopocho está en el cielo!” —dicen a voz en cuello. Para ellos, éste
es un farsante que vino al pueblo para comerciar con la fe de quienes creen en
el ánima generosa. Otros dicen: “Este debe ser uno de esos jodedores a quienes
les gusta divertirse a costillas de los pendejos”. Porque ¿cómo iba a ser este
individuo el ánima hecha bondad y fe en el fondo de sus almas? ¡Claro que no!
¡Jamás podría ser!
Sobre
el rostro de Toribio Auslar ha caído de pronto una sombra dubitativa. Ya no
tiene aires de galán para las mujeres ni sonrisitas irónicas para los hombres.
Y es que una duda atroz ha comenzado a roerle el pensamiento, porque si aquel a
quien él había golpeado era el Juantopocho material, el otro, el
espiritual, estaba ya muy dentro de aquellos corazones y para destruirlo
tendría primero que cercenar todos los pensamientos, arrancar de cuajo ochenta
años de fe, borrar de sus almas la veneración por el ánima a quien pedían a
veces pequeñas cosas, pero otras, esas plegarias llenas de desesperación eran
el último asidero para lograr la salvación de un ser querido. Duda más fuerte
aún, porque él mismo creía con fe ciega en la bondad del ánima que tantos
favores le había hecho en días aciagos. “Es cierto – dice – ; ese es un
vagabundo que quería hacerse pasar por el ánima. Bien merecida la planazón que
le di”. Pero al decirle no puede esconder una terrible incertidumbre que le
contrae el pecho.